#MisionCultura

Día Internacional del libro en tiempos de cuarentena

23 de abril de 2020

Por Orlando Mazeyra Guillén

¿Qué piensan Henry Miller, Julio Ramón Ribeyro o Harold Bloom sobre la importancia de los buenos libros?

Cada 23 de abril se celebra el Día del Libro y del Idioma. Este año los lectores, por razones más que obvias, no podremos atestar las escasas librerías de Arequipa para adquirir — anhelantes y jubilosos— un nuevo libro. Es más, el sector editorial también está en franca crisis (la Feria Internacional del Libro de Lima que se celebra en Fiestas Patrias ya se canceló, aunque se contempla realizar eventos virtuales, ¡vaya consuelo!). En España, por ejemplo, las librerías empiezan a cerrar y en el Perú las editoriales más conocidas quizá intenten apuntar al libro electrónico, aunque el lector peruano (me incluyo) no esté muy familiarizado con él. No creo que yo esté atrapado en el pasado cuando resalto que no hay como el libro tradicional: aquel que abres, hueles, tocas con fruición y hasta eres capaz de abrazar. Sí, yo abrazo ciertos libros, pues son los compañeros con una fidelidad comparable a la de los perros (sin embargo, la superan, pues nuestras mascotas mueren, como nosotros mismos; los libros no, simplemente permanecen en paciente espera cuando los cierras; anhelando un nuevo y ojalá mejor lector).

Hablar de la importancia de la lectura, sobre todo de ficciones, me remite al escritor norteamericano Henry Miller, aquel autor maldito de los «Trópicos» que era capaz de pegarle una patada en el trasero al mismísimo Dios. Él da cinco razones para leer: evasión, arma frente a peligros reales e imaginarios, estar a la altura de los demás, conocimiento y —no menos importante— entretenimiento.

La lectura es una buena alternativa durante la cuarentena.

Quiero brevemente centrarme en sólo algunas de estas razones. Leemos para evadirnos de una realidad que nos maltrata. Por ejemplo: el confinamiento a causa de la COVID-19 y, de buenas a primeras, gracias al poder de la ficción nos podemos convertir en un espejito insomne como el de Tito Monterroso: «Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico». ¡Qué ocurrente! ¿Verdad?

La evasión nos permite salir de nuestra prisión simbólica y vivir muchas vidas. Eso lo sabía Flaubert cuando en su «Correspondencia» expresa la exaltación que le produce la creación de su obra maestra, la historia de Emma Bovary: «Es algo delicioso cuando uno escribe no ser uno mismo, sino circular por toda la creación a la que se alude. Hoy, por ejemplo, hombre y mujer juntos, amante y querida a la vez, me he paseado a caballo por un bosque, en un mediodía de otoño bajo las hojas amarillentas; yo era uno de los caballos, las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo que hacía entrecerrar sus párpados, ahogados de amor». 

Por su parte, Harold Bloom señala que si uno es afortunado se topará con un profesor o guía que sepa encaminarlo y adquirir la anhelada sabiduría. Sin embargo, todos, al fin y al cabo, estamos solos y debemos seguir adelante sin la asistencia o los consejos de nadie. ¿Qué nos procura la lectura? Un inmenso placer y nos arma contra peligros reales (una pandemia, el feminicidio, el fin de la existencia) o imaginarios (la guerra de los mundos, los viajes en el tiempo que podrían alterar el curso de la historia). Acá las reflexiones de Bloom: «Leer bien es uno de los mayores placeres que puede proporcionar la soledad, porque, al menos en mi experiencia, es el placer más curativo. Lo devuelve a uno a la otredad, sea la de uno mismo, la de los amigos o la de quienes pueden llegar a serlo. La lectura imaginativa es encuentro con lo otro, y por eso alivia la soledad. Leemos no sólo porque nos es imposible conocer bastante gente, sino porque la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la comprensión imperfecta y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional (…) Uno puede leer meramente para pasar el rato o leer con manifiesta urgencia, pero en definitiva siempre leerá contra el reloj. Acaso los lectores de la Biblia, ésos que la recorren por sí mismos, ejemplifiquen la urgencia con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y lamentablemente el cambio último es universal».

El sector editorial es uno de los mas golpeados durante la emergencia.

    La lectura como forma de conocimiento nos permite comprender o aproximarnos a etapas durísimas de nuestra historia (no tardarán en aparecer las primeras novelas de la pandemia en Europa, Estados Unidos y en el resto del mundo). Veamos el siguiente microcuento: «En los años ochenta explotaban en Lima dos o tres bombas por la noche. De distinto signo, pero explotaban (a veces eran coches con explosivos). Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena, era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina. Un amigo que vivía en la capital empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento, y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado. “¿Qué fue eso?”, preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: “Fue una bomba, un atentado terrorista”. “¡Qué suerte!”, dijo el niño. “Yo creí que era un trueno”».

    La ironía final le da al relato ese poder que tienen las mejoras historias breves: decir muchísimo con pocas palabras. Ojo: se trata de una simple e irrespetuosa adaptación mía del cuento «Rutinas» de Mario Benedetti que está ambientado en Buenos Aires: años setenta en medio de la dictadura argentina. Yo intento que el lector peruano se haga una idea —que, aunque fugaz, es potente— de lo que fue la dura época del terrorismo. La lectura es un arma frente a un peligro latente y el ser humano se acostumbra a todo, inclusive a los más atroz. ¿O acaso miento si digo que a muchos ya no les sorprende que la cifra de muertos siga aumentando? ¿Nos angustia como al principio el saber que los contagiados son cada vez más y ahora crece de millar en millar? Quizá no como al principio, pues nos hemos hecho a la rutina. Algunos expertos dicen que el coronavirus vino para quedarse por un buen tiempo (al menos todo lo que la vacuna demore) y tenemos que aceptarlo. Aunque, claro, si no nos gusta la realidad podemos volver a las ficciones librescas.

Debemos aprovechar de practicar la lectura en casa.

    Quisiera ir concluyendo esta celebración del libro de una manera magnífica. Nuestro mejor cuentista expresa su hermoso amor por el libro. Pocos lo podrán hacer mejor que Julio Ramón Ribeyro: «En realidad, existe un amor físico a los libros muy diferente al amor intelectual por la lectura. Por lo general, el gran lector no ama los libros, así como el donjuán no ama a las mujeres. El gran lector coge los libros conforme caen en sus manos, los usa y los olvida. El amante de los libros, en cambio, los ama en sí mismos como cuerpos independientes y vivos, como conjunto de páginas impresas que es necesario no solamente leer, sino palpar, alinear en un estante, incorporar al patrimonio material con el mismo derecho que al bagaje del espíritu. El amante de los libros no aspira solamente a la lectura sino a la propiedad. Y esta propiedad necesita observar todas las solemnidades, cumplir todos los ritos que la hagan incontestable. El amor a los libros se patentiza en el momento mismo de su adquisición. El verdadero amante de los libros no tolera que el expendedor se los envuelva. Necesita llevarlos desnudos en sus manos, irlos hojeando por el camino; meter los pies en un charco de agua, sufrir todos los trastornos de un primer encantamiento. Llegando a su casa, lo primero que hará será grabar en la página inicial su nombre y la fecha del suceso, porque para él toda adquisición es una peripecia que luego será necesario conmemorar. Con el tiempo dirá: “Hace tantos años y tantos días que compré este libro”, como se dice: “Hace tanto tiempo que conocí a esta mujer”». 

DATO

    A manera de remate, permítaseme contar un breve cuento que apareció en mi primer librito: «Ese anciano de mirada perdida siempre camina arrastrando una pesada talega color cereza. Los cuentistas del vecindario dicen que adentro lleva tres enormes espejos. Dos de ellos ya están rotos: el primero lo rompió cuando descubrió su primera arruga; y el segundo fue a parar al suelo cuando contempló su primera cana. El tercer espejo sigue intacto… algunos arguyen que su avanzada ceguera le impide dar cuenta del último espejo. Yo creo que se romperá cuando el viejo esté cara a cara con la Muerte».

Hábito de la lectura en niños garantiza un mejor futuro.
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