Arequipa

La gran cruzada del GEIN: a 29 años de la captura del «camarada Gonzalo»

12 de septiembre de 2021

Por: Christian Ahumada Heredia

Era escurridizo, recurría a mil y un argucias para salirse con la suya y pasar desapercibido en cualquier lugar a donde fuese a parar. Abimael Guzmán dirigía las acciones tácticas de Sendero Luminoso (SL) minuciosamente, calmo y silencioso; por eso le era tan difícil a la entonces Policía de Inteligencia del Perú (PIP), dar con él y aprehenderlo.

Ya había dejado su huella sanguinolenta en las tierras de Lucanamarca, en 1983, cuando varios comuneros fueron asesinados a machetazos únicamente por no compartir el ideal de lucha de SL. De hecho, todo aquel que no compartía la lucha armada era susceptible de ser blanco fácil para un grupo que dejó la política para convertirse primero en guerrilla y, más temprano que tarde, en la cúpula terrorista que ya todos conocemos.

En ese entonces, la meta dejó de ser Ayacucho y varios pueblos del interior del país, tomados a la fuerza por las garras senderistas. Cuando los coches bomba detonaron en bancos, instituciones gubernamentales, locales diversos, comisarías y las explosiones se volvieron comunes en las torres de alta tensión, a tal punto que muchos distritos de Lima se quedaban sin fluido eléctrico por días, se confirmó la invasión a la capital. SL había llevado ya no una revolución, sino el terror puro a todos los hogares del Perú. La amenaza tocaba las puertas.

En medio del caos, la confusión y el miedo constante a la muerte, surgió entonces de las entrañas de la Policía una facción que tendría la misión de darle fin al terrorismo. Creado en el interior de la Dirección Nacional Contra el Terrorismo (Dincote), nació en marzo de 1990 el Grupo Especial de Inteligencia (GEIN), con el único objetivo de capturar a los cabecillas de SL.

La tarea no fue nada sencilla. El jefe en el campo de la Operación Victoria fue el mayor Benedicto Jiménez. De ahí emergió el apodo clave que le dieron los policías a Guzmán: el “Cachetón”. Ya sea como barrenderos, panaderos, empleados de limpieza o simples civiles que caminaban aparentemente despreocupados por las calles, agentes encubiertos del GEIN fueron recopilando información paulatinamente hasta dar al fin con su paradero.

Un día como hoy, 12 de setiembre de 1992, casi rozando las ocho horas, un grupo élite de la Policía Antisubversiva ingresó raudamente a una vivienda de dos niveles en el distrito limeño de Surquillo. Hallaron a Abimael Guzmán Reinoso, alias “Presidente Gonzalo”, en el segundo piso de la casa, sentado frente a su escritorio. Se disparó una sola bala al aire; luego se rindió diciéndole al entonces alférez Julio Becerra, “Ardilla”: “Tranquilo, muchacho, ya perdí”, consciente del impecable trabajo de inteligencia que nunca le hizo sospechar de que “Ardilla”, “Gaviota” y la policía Cecilia Garzón serían los primeros en ingresar al domicilio donde se ocultaba para darle fin a su reinado de terror.

Lo que ocurrió después avasalló la prensa nacional e internacional, y mucha gente salió, cuando se enteraron de la buena nueva, a las calles y a llamar con sus clásicos rines, a través de teléfonos públicos, a sus familiares para celebrar el acontecimiento: el más grande genocida de la historia peruana había sido capturado finalmente.

El entonces presidente Alberto Fujimori, en un supuesto viaje para atender “asuntos importantes” al interior del país, volvió como un bólido para dar cuenta de la captura y recibir los honores. Era obvio: no había sido para él un grupo de inteligencia encubierto el que había conseguido la gran hazaña, sino su gobierno, el que después se llevaría todos los créditos de la captura del siglo para crear la falsa leyenda urbana de que “fue el fujimorismo el que derrotó a SL”.

Pero la verdad tarde o temprano saldría a la luz. Hoy sabemos que aquella agrupación terrorista, que entre 1980 y 1992 había perpetrado 23 mil atentados, 25 mil muertes y 21 mil millones de dólares en pérdidas, vio rodar su cabeza en aquella gran cruzada del 12 de septiembre emprendida por el GEIN. Carlos Paredes así lo confirma en su libro La hora final (2017), agregando que este grupo élite, con la premisa de combinar “la investigación criminal policial con la inteligencia clásica”, sentó las bases para desentrañar la estructura senderista y lograr años después la captura del “camarada Feliciano” y “camarada Artemio”, vestigios de la más grande amenaza de la democracia en el Perú.

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