Arequipa

Libros prohibidos. La censura en el siglo XX

24 de febrero de 2019

La literatura comunista fue prohibida en el Perú del siglo XX, por razones políticas, limitándose la libertad de pensamiento. Como en el Antiguo Régimen, el gobierno peruano decidía qué se debía leer.

Por Mario Rommel Arce Espinoza

Cierta vez la policía allanó la casa de la calle Washington, en Lima, donde vivía el pensador peruano, nacido en Moquegua, José Carlos Mariátegui, con la finalidad de hallar evidencias de su filiación comunista. Afortunadamente, no requisaron sus libros, porque no tenían el empaste rojo que los agentes de policía esperaban encontrar. Esta asociación del color rojo, característico de la Revolución Rusa, con la propuesta política de Carlos Marx, Federico Engels y Lenin, era un estigma contra todos los simpatizantes o partidarios de las ideas comunistas. Ser un “trapo rojo” en el Perú del siglo XX equivalía a ser antisistémico, contrario al orden establecido. A esas personas la policía las tenía bajo vigilancia. Eran enemigos del régimen, por sus ideas disociadoras.

A pesar del tiempo transcurrido, en pleno siglo XX, la censura de libros considerados prohibidos seguía latente. El gobierno nacional mantenía a raya a los partidos de filiación internacional. Aunque hubo periodos de convivencia. Sin embargo, la exclusión de los procesos electorales y la persecución de sus ideas demuestran el temor del gobierno a la amenaza extranjera, sobre todo en el periodo de la llamada “guerra fría”, en que el mundo quedó dividido en dos bloques. Y el Perú optó claramente por su apoyo a los Estados Unidos, durante el primer y segundo gobierno de Manuel Prado.

Después de producida la conquista española, en Nueva España, o sea México, se prohibió la circulación de libros “sospechosos o perniciosos”, de acuerdo al Concilio de Trento (1555). Una Real Cédula de 1577 prohibió la “Historia General de las cosas de Nueva España”, escrita por Fr. Bernardino de Sahagún, por considerar que no era conveniente dar a conocer las supersticiones y manera de vivir de los indios, porque no representaban un buen ejemplo para la moral cristiana.

Esta prohibición propia de una época de regulación que ejercía la Iglesia y el Estado para evitar la secularización del dogma católico y el descontrol del lenguaje político, a pesar del tiempo transcurrido, sobrevivió en el siglo XX, fundamentalmente por razones políticas. Así, por ejemplo, en el Perú el gobierno del general Manuel A. Odría prohibió la circulación de la obra titulada “El tirano quedó atrás”, del aprista Fernando León de Vivero, donde su autor afirmaba que en la hacienda Montalbán, ubicada en Ica, Pedro Beltrán, en representación de los agro-exportadores, juntó la bolsa para financiar el golpe de Estado contra el presidente José Luis Bustamante y Rivero, en octubre de 1848. Cuando años después el periodista César Hildebrandt, en una entrevista para la revista “Caretas”, preguntó a Beltrán sobre la verdad de esa afirmación, dijo no saber nada de ninguna bolsa.

En 1960, durante el segundo gobierno de Manuel Prado, se promulgaron dos resoluciones supremas que lo facultaron para impedir el ingreso al país de libros subversivos y contra las buenas costumbres. Sin embargo, el ministro de Gobierno de aquella época, Ricardo Elías Aparicio, sostuvo que nunca existió un crematorio para la incineración de esos libros, lo que se hacía era devolverlos a sus proveedores.

La palabra subversivo deriva del latín subvertere, que significa “volver cabeza abajo”. Según Martha Hildebrandt, en su libro “La lengua de Bolívar” (Caracas, 1974), su uso se remonta a comienzos del siglo XVIII.

Es interesante apreciar como la palabra subversivo, durante el siglo XVIII, adquirió un carácter revolucionario en sentido positivo. En cambio, en el siglo XX, la connotación de la palabra subversivo pasó a ser contrario al orden democrático. Es decir, el subversivo era un contrarrevolucionario. Dicho en otras palabras, era un enemigo del Estado. La revolución americana del siglo XIX conllevó a la adopción del sistema de gobierno republicano. De acuerdo al historiador Jorge Basadre, la promesa de la vida peruana fue hacer realidad la virtud cívica como principio que sentó las bases del orden republicano. Ser revolucionario en el siglo XX, sería traicionar esos ideales que inspiraron el sueño de los padres fundadores de la independencia, y que además se forjaron por obra de la revolución hispanoamericana, que puso fin al Antiguo Régimen, representado por el modelo político colonial.
Sin embargo, el contexto sociopolítico del Perú en la década de 1960 es complejo. En la región también, después de la revolución cubana que amenaza extenderse con las guerrillas. Un mecanismo de control fue la censura. Por cierto, una práctica poco democrática.

En 1967, ocurrió un hecho que, posiblemente, se enmarca en ese contexto sociopolítico. La Dirección General de Correos retuvo la entrega de libros importados por el librero Juan Mejía Baca. Se dijo que eran libros subversivos y, por lo tanto, estaban prohibidos de circular en mérito a las resoluciones supremas que dio el segundo gobierno de Manuel Prado (1956-1962).

Este hecho fue denunciado ante la opinión pública nacional por el librero Juan Mejía Baca, luego de devolver las condecoraciones que meses antes había recibido del primer gobierno del arquitecto Fernando Belaunde Terry (1963-1968).

Cuáles fueron esos libros que inquietaron al gobierno, al punto de prohibir su circulación en el país. La editorial Grijalbo los remitió desde México, pero fueron retenidos en el Correo de Lima. Cuando se produce el reclamo del importador de los libros; en este caso, la Editorial Mejía Baca, el Ministerio de Gobierno del Perú contestó oficialmente que una parte de ellos “fueron incinerados de acuerdo a la legislación interior (…), por contener literatura comunista”.

A confesión de parte relevo de pruebas, dice un adagio jurídico. Lo paradójico era que mientras esos libros circulaban libremente en España, México, Argentina, Estados Unidos; en el Perú se prohibía su ingreso. Así lo dijo Juan Mejía Baca al diario “La Prensa” de Lima, indignado porque encima tenía que pagar por libros no recibidos.

Este atentado contra la cultura suscitó un interesante debate en varios escenarios. En el Congreso de la República, el diputado Jorge Orrego Villacorta aseguró que era inadmisible prohibir la circulación del Libro Rojo de Mao Tse Tung. Afirmó que todos los políticos estaban en la obligación de conocerlo. Razón por la cual, obsequió un ejemplar a la biblioteca del Congreso. Por su parte, el diputado Fernando León de Vivero dijo que “este gobierno ha implantado una nueva Inquisición”, negando el ingreso de libros como “El Capital” de Marx y algunas obras de Engels.

El crítico literario José Miguel Oviedo afirmó que era absurdo cualquier tipo de prohibición. Un libro censurado provoca un efecto inverso, se vuelve más buscado. Se hace más irresistible a los lectores. El escritor colombiano Gabriel García Márquez, coincidentemente en Lima para participar de un evento en la Universidad Nacional de Ingeniería, dijo: “Estoy indignado por la quema de libros y la proscripción de obras que realiza el gobierno”.
La protesta colectiva de intelectuales, editores y libreros consiguieron que, en 1968, se deroguen las resoluciones supremas en cuestión. Tal decisión fue saludada por Juan Mejía Baca en los siguientes términos: “Es el triunfo de un país maduro y que justifica el régimen de democracia en que vivimos”.

Esta batalla fue documentada por el reconocido librero Juan Mejía Baca en el texto titulado “Quema de libros. Perú 67”, publicado por su sello editorial. Un valiente testimonio que demuestra el poder del libro. ¿Por qué el temor a la literatura comunista? A juzgar por la acción decidida del gobierno para combatirla, prohibiendo la circulación de libros subversivos, consideraba que sus efectos eran perniciosos para la salud pública. Al menos se reconocía implícitamente que el libro era capaz de producir una revolución. Al evitar que circularan las ideas comunistas en el país, el gobierno pretendía controlar el acceso a la información, limitando la libertad de pensamiento. Asumía, igualmente, un pretendido rol de protección del interés público, con un criterio unilateral para decidir qué contenido estaba bien o no. A semejanza del Tribunal de la Inquisición se colocaba en una posición poco grata, para su verdadero papel de búsqueda del bien común. Sin tener un Index Librorum Prohibitorum, había un veto oficial sobre la literatura comunista. Así fue como en el Perú del siglo XX, hubo libros prohibidos, por ser considerados subversivos.

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