Arequipa

Marcas en el corazón

29 de septiembre de 2019

Disentir es parte de la democracia. Y un escritor, afirma Mario Vargas Llosa, es un eterno aguafiestas, alguien que arroja a los hombres el espectáculo no siempre grato de sus miserias y tormentos.

Por: Orlando Mazeyra Guillén

Se encuentran de casualidad en una librería de la calle Mercaderes. «¿Te has dado cuenta, manito, de que hay más policías que choros en las calles de la ciudad?», le pregunta Gustavo.

—Sí —asiente él—. Esta semana hay policías en cada esquina y en cada semáforo. No juegan con el celular ni tontean como suelen hacerlo. Están bien atentos a todo y, además, con el uniforme impecable… realmente una cosa de locos.

—Esta Asamblea tiene su lado positivo, no lo vas a negar…

—¿Cuál? —le pregunta ganado por la curiosidad.

—Vivir, aunque sea por unos pocos días, la ficción, la utopía de una ciudad segura.

—Segura para «ellos», no nos hagamos los giles. Al ciudadano de pie le van a seguir robando…

La Asamblea anual, una vez más, arrancó para beneplácito de muchos. Todos piden un pase para estar en el evento y codearse con la «people». Buscan la fotito precisa para la red social. La cinta que sostiene el pase o fotocheck para los invitados ha sido hecha con material reciclado. Alguien ironiza en su muro de Facebook: «la conciencia ambiental de los mineros me asombra».

Habían prometido, en la previa, no volver a tener «anfitrionas» en el evento porque se «cosificaba» a la mujer. Sin embargo, la realidad es otra. Cruda y dura. En hostales, restoranes, bares, cafés… en el lugar más impensado uno se topa con anfitrionas peruanas y, sobre todo, extranjeras. Chicas apretaditas prestas para sonreír a los visitantes.

—Manito, tenemos que ir a los chonguitos estos días, como sea —le sugiere Gustavo mostrándose más que débil ante la carne—. ¡Deséame suerte, pues! Me voy a prestar plata. O al menos arriesgaré el poco billete que tengo en la ruleta rusa de algún casino del centro…

—¿Para qué?

—No te hagas, cholo. Todas las hembrichis que no consiguieron chamba como anfitrionas en ningún lado se han ido a los chonguitos y a las casas de citas para ofrecer sus servicios. Se están regalando… hay que aprovecharse de la situación.

—Igual, tú no eres minero, Gustavo.

—Como dice el Tigre Gareca: «pensá» —y Gustavo se señala la cabeza con ambos dedos índice—. Conozco una tienda de disfraces en la calle Perú en donde venden o alquilan cascos de minero a buen precio y son igualitos a los que usan ellos. También te encuentras chalecos casi nuevos… y hasta ternos con logos de mineras, son perfectas imitaciones. ¡Pasas piola como si nada!

—¿Y eso piensas ponerte, Gustavo? ¿Un traje de minero?

—Mano, en el último de los casos, hasta te puedes hacer pasar por minero informal. A las nenas de la mala vida les dices que tienes tus dragas en Puerto Maldonado y vas a ver que te tratarán como al Rey de los Siete Reinos. ¡Vas a sentirte un Lannister! En serio, vas a tener más prostis a tu alrededor que Tyrion…

Por su parte, en radio Minería le dedican tres horas diarias a enumerar los beneficios de la Asamblea. «Tía María sí va, venceremos a los odiadores», anuncia el doctor Ormache, quien encarna a la peor versión del aprista (el vergonzante). El odiador profesional habla, sin ton ni son, de odiadores.

Extraña paradoja. En esa radio hace algún tiempo se pusieron a leer sus historias para acusarlo de odiador: alguien que odia a su propio padre también odia la minería, por supuesto: «Es un enfermito, un traumado, un ser anómalo. Un despojo de ser humano». También lo acusan de drogadicto pues, según ellos, todos los «fumones» están a favor del agro.

—El Apra es como la viruela más feroz —le dijo una vez su abuelo César Augusto Mazeyra durante el primer gobierno de Alan García.

—¿Por qué, abuelo?

—Deja marcas. Y son marcas terribles. Si hay algo peor que un aprista, es un exaprista. Nunca confíes en ellos, son una escoria.

«¿Qué será peor?», piensa atribulado. «¿Fingir que eres es minero o fingir que dejaste de ser aprista?». Piensa en Gustavo y también en el doctor Ormache. Piensa, sin duda alguna, en las miríadas de chicas voluptuosas que invadieron la ciudad durante la Asamblea.

—Esto se va a convertir en Sodoma y Gomorra —vaticina su madre luego de volver de la calle.

—¿Tanto así?

—Sí —le insiste entusiasmadísimo y por enésima vez Gustavo hablando por el teléfono celular—. La Asamblea es para chupar y tirar. ¿No te parece sensacional? ¿Qué más se le puede pedir a la vida? ¡El Perú es súper!

Él pasa por el convento de Santa Catalina, sin embargo no piensa en Dios, sino en Reynoso: el escritor ausente. Piensa en sus palabras. La oración que su amigo le enseñó: «creo en la lucha de clases, en el compromiso del escritor y en la rebelión de los pobres, de fuera y dentro del imperio, contra la imposición armada del neocapitalismo genocida y destructor del ecosistema de la Tierra. Y para mayor precisión: creo que el socialismo es la única alternativa que le queda al hombre para salvar su especie».

«¿Acaso será cierto? ¿Es la única alternativa?», se pregunta turbado. Duda. Por un instante se queda en blanco. ¿Cuándo él será por fin un escritor comprometido como Oswaldo Reynoso? No lo sabe, mas ha visto a caricaturas de ellos. Piensa en muchas cosas hasta que se topa con una hermosa mujer que justamente tiene un casco de minero en la cabeza y un estrecho polito que reza: «¡Bienvenidos, mineros!».

—¿Vas a pasar? —le pregunta ella, coqueta a más no poder, y él no sabe qué responderle. Se abochorna como si tuviera marcas de viruela, esas huellas nefastas de las que le habló alguna vez su abuelo paterno (pero no las tiene en el rostro, sino en donde no se puede ver; en el peor lugar del mundo: su corazón).

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