Columna

La insoportable levedad de verte

21 de diciembre de 2020
Foto: La pubertad cercana - Max Ernst

Por: Adrián Manrique Rojas

Sábado 4:00 p.m.

Apresuradamente mientras camino por la calle San Francisco hacia una reconocida librería en la calle Mercaderes, en busca del reconocido libro del escritor checo Milan Kundera “La insoportable levedad del ser”, siento inquietamente que alguna mirada se posa en mí.

Instintivamente comienzo a visualizar mi alrededor y con el rabillo del ojo detecto una larga cabellera que a la distancia agacha el rostro cubierto con una mascarilla quirúrgica, percudida por el smoke de la ciudad. Conforme me acerco más a ella, descubro amargamente que se trata de Katiuska, mi ex enamorada.

-Que día tan fatal -me digo a mí mismo en silencio, mientras busco huir a un encuentro al cual no quiero asistir, pero es cuestión de segundos y cuando descifro la mejor salida ante la inminente colisión, es muy tarde y la tengo prácticamente en mi delante.

Procuro hacerme el loco, el distraído, pero ella me aborda, me asalta ruinmente.

-¿Cómo has estado? ¿Ya no quieres saludar? -Me dice desvergonzadamente, intentando entablar una conversación.

-Hola Katiuska -le respondo tibiamente.

Inmediatamente comienza a preguntarme de cómo va mi vida, queriendo invadir mi privacidad con cuestionamientos acerca de mi trabajo, mi madre y mis relaciones. Respondo con dureza, buscando cortar el hilo de una conversación a la que claramente rehúyo, pero ella es insistente. Empiezo a sentirme intranquilo, hastiado; me cansa oír su voz chillona porque me trae recuerdos que hace tiempo decidí archivar en un rincón oscuro de mi conciencia.

Entonces lo hace y comienza a traer justamente esos recuerdos prohibidos a la conversación -que se ha convertido en monólogo- con la finalidad evidente de herirme nuevamente allí, en esa herida que ha cicatrizado pero que prefiero no tocar. Se pasea en reclamos de cosas que no quiero recordar, en situaciones que no tengo por qué volver a revivir, y poco a poco, casi en segundos logra reabrir la llaga.

Estoy tragándome el dolor, mordiendo el polvo del amor que en algún momento sentí por ella, incapaz de tomar una maldita decisión. La escucho silenciosamente, mientras decenas de personas pasan por nuestro lado raudamente. Me siento desfallecer, y Katiuska comienza a reclamar en voz alta el poco interés que según ella le estoy prestando. Así que algunos peatones se sienten atraídos por la voz de esta iracunda mujer, que para ese entonces ya está gritando en pleno cruce de San Francisco con Mercaderes, y posan sus ojos curiosos sobre nosotros.

Yo simplemente deseo regresar corriendo a la playa donde dejé aparcado mi auto, arrancar e irme directo a casa para resguardarme de su punzante lengua y no volver a verla. La estoy odiando, como odio el momento en que decidí venir a comprar este libro, así como odio el día que la conocí, y odio nuevamente el momento que me enamoré perdidamente de ella, para finalmente odiarme por comportarme como un pusilánime en este instante. Perdido entre sus afirmaciones y acusaciones, caigo en cuenta de que debo parar esta vergonzosa situación e hipócritamente le digo:

-Katiuska ¿puedo decirte algo? -Ella asiente con la cabeza y furibundo declaro lo siguiente -No sé quién te crees que eres, tampoco me interesa lo que pienses, de hecho, me da igual lo que digas, y a pesar de verte después de tiempo quiero que sepas que es posible que me traigas el perfume de un pasado, pero nunca más el néctar de la flor. Adiós Katiuska, estoy apurado.

Y huyo rápidamente en dirección a la Plaza de Armas, sin voltear a ver su reacción. Cuando estoy pasando por los portales, corro despavoridamente y me doy toda la vuelta a la manzana, subiendo por Santo Domingo, girando por San Juan de Dios para volver a bajar por Mercaderes. Segundos después vuelvo en mi sintiéndome agitado, y prácticamente no puedo respirar por culpa de la mascarilla. Desesperadamente busco un lugar alejado para retirármela y recobrar el aliento, lastimosamente la calle está atestada de compradores navideños y maldigo mi presurosa carrera, me encomiendo al Justo Juez y mirando al cielo me bajo el barbijo y tomo un poco de aire. Siento como su frescura invade mis pulmones y detiene la sensación de asfixia, inhalo en tres oportunidades con fuerza y me coloco nuevamente la mascarilla.

Un poco más recuperado, entro en la librería y pido el libro de Kundera, pago y salgo prácticamente volando de allí. Regreso por la San Francisco, observando cada espacio, cada puerta, cada esquina en busca de evitar un reencuentro con Katiuska, que felizmente no se da.

Retiro el auto de la playa y tomo el camino de vuelta a casa. Cuando estoy atravesando el puente Chilina, se empieza a reproducir en la radio el éxito del dúo español Amistades Peligrosas “Me quedaré solo”, entonces llega a mi celular un mensaje de Katiuska, que irónicamente dice:

“Me gustó verte. Te sigo queriendo flaco, aunque no parezca”.

Y yo tengo que soportar la insoportable levedad de verte nuevamente Katiuska.

Gracias por arruinarme el día.

Vicente en vicisitudes

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