Columna

Vicente en vicisitudes

4 de diciembre de 2020
Foto: Freud

Por: Adrián Manrique Rojas

Para Vicente.

Cae la tarde y un día más ha pasado para Vicente. Mientras soba sus ojos cansados por dictar clases por seis horas seguidas en la computadora, piensa que la vida se va, y raudamente se hace más viejo. Discurre en algunas reflexiones existenciales, sabiendo que mañana la monotonía de los últimos tiempos volverá implacable a reducirlo en una parte más del sistema que nos consume ávidamente a todos.

Psicólogo de profesión, docente universitario por decisión, docto por añadidura. Entusiasta del conocimiento, pesimista del futuro humano y freudiano declarado; ese es Vicente, quien a sus sesenta y tantos siente que el ocaso de su vida está más presente hoy que antes.

Tanto para él como para todos, este año es uno que no se quisiera volver a vivir. Desde hace algún tiempo, un puñado de afecciones comenzaron a menguar su salud. Los dolores y achaques de una vida dedicada al trabajo comenzaron a pasarle factura, entonces la pandemia llegó y prácticamente dilapidó su tranquilidad. Noches sin dormir, procesos de adaptación a la enseñanza virtual, días de angustia, tardes de ansiedad y momentos de dolor, fueron la tónica de un encierro autoimpuesto por la coyuntura de aquel momento.

Al principio le tocó atravesar este proceso desde su residencia habitual, en la ciudad de Tacna, y según él “fueron meses de estupor generalizado”.

Las salidas eran pocas, los temores demasiados. Los días pasaban y la cosa pintaba para ponerse peor. Pronto recibió la noticia de la muerte de algunos amigos suyos, víctimas del coronavirus. Así, entre tantas disyuntivas, un mal día, Vicente comenzó a sentirse mal; dolor de cabeza, malestar y carraspera en la garganta le hicieron presagiar lo peor. Sumido en una onda desesperación, decidió entregarse a las manos del destino, esperando la muerte producida por este extraño virus, no sin antes disponer sus últimos deseos en una sentida carta para sus familiares, a quienes añoraba poder ver una vez más.

Aquel día Vicente murió sin morir, abrazándose al misterio del fin de la vida. Decidió dejarlo todo. Se hizo de noche y esperó el desenlace de su existir para después entregar su cuerpo a la luz de un nuevo amanecer.

La mañana siguiente, las molestias se fueron, y se convenció de que ese era el inicio de una nueva etapa en su vida, sabiendo que aquello paradójicamente quizá solo había sido producto de un temor descomunal y el estrés producido por una situación nunca antes vista.

Después de este episodio, procuró analizar meticulosamente los sucesos acontecidos, sin resultado positivo, así que tomó uno de sus libros sobre Terapia Racional Emotiva de su biblioteca, y al leerlo se sintió iluminado por sus amarillentas páginas que con su contenido introspectivo tranquilizaron su alma.

Mientras conversamos bajo la sombra de un edificio en construcción me deja anonadado con sus reflexiones: “Algunos temen demasiado a la muerte, al extremo de no ser capaces de vivir sin intentar minimizar los errores ante un eventual deceso, lastimosamente procurando evitarlo, son proclives a cometer más errores que irónicamente pueden desencadenarlo”.

Al preguntarle sobre su relación con su eventual muerte me responde “Todos moriremos algún día, de una u otra manera, pero es mejor vivir esperanzado en disfrutar nuestra estancia en este mundo, antes que lacerarse continuamente pensando en la muerte. Después de todo, morir incluso puede que no sea tan doloroso físicamente como nos lo imaginamos, entonces ¿para qué preocuparnos constantemente de algo que irremediablemente pasará?

Me quedo sin palabras, disgregando sus declaraciones, sorprendido por lo sublime de sus pensamientos.

Efectivamente, todos le tememos a la muerte, quizá por ser desconocida o por arrebatarnos el tesoro más grande que poseemos: la vida. Para mí, nuestra desaparición total en el aspecto terrenal es una carrera constante que libramos en contra de la muerte, la cual, sabia y segura de ganarnos nos brinda ventaja para “existir”, pero en el momento menos imaginado, se presenta a reclamar el trofeo más simbólico que poseemos, nuestra propia alma.

Hablar de la muerte es difícil, morir no lo sé. En definitiva, el dolor que produce va ligado directamente a nuestra naturaleza social y egoísta, ya que el solo hecho de dejar a nuestros seres queridos y perderlo todo, es capaz de quitar el sueño al más duro de los duros. El eterno paradigma que no tendrá respuesta.

Me alegra saber que Vicente supo vencer esos temores existenciales con la ayuda de un ángel encuadernado, pintado con tintas negras y de traje avejentado por el tiempo, que cayó a sus manos en el momento adecuado, en la pandemia perfecta.

Y felizmente para Vicente, el misterioso final no ha tocado su puerta aún, de hecho, mientras lee esta columna sentado en el comedor de su departamento en su añorada Arequipa, esboza una sonrisa, feliz de haber podido ver a su familia de vuelta, contento por saberse mortal, y tranquilo por sentirse vivo.

Vicente, es larga la carretera cuando uno mira atrás, vas cruzando las fronteras sin darte cuenta quizá.

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