Columna

Ecología, ser humano, inteligencia artificial, moralidad y Dios

21 de marzo de 2021

Por: Julio Menendez

Quise empezar hablando acerca del propósito del hombre y llegué a una especie de conclusión… ¿rara?

¿Cuál es el propósito del ser humano? En general se puede decir que alcanzar la felicidad, seguir la tradición judeocristiana, sentirse realizado, etc.

Para comenzar la discusión, quiero situarme en cómo nos encontramos ahora, en lo que se puede denominar una era de pensamiento posmoderno —algo así como el nihilismo— donde el hombre no puede encontrar su sentido, pierde el rumbo, niega los valores tradicionales y se enrumba en la búsqueda de otra cosa, sin saber exactamente qué es.

Ante ello me he preguntado, ¿qué valores se han perdido?, ¿a qué hacemos referencia? Y pensé que probablemente se debía a la pérdida de la imagen de Dios, un Dios. Me explayo más.

Los placeres mundanos, placeres cortos, siempre estuvieron al acecho, aprovechando nosotros de ellos por la facilidad con que liberan endorfina, oxitocina, dopamina y serotonina en nuestro cuerpo; algo sumamente pasajero. Pero esas «aventuras», esas experiencias, si no son significativas, si no son «buenas» y continuamos repitiéndolas una y otra vez, al final de cuentas hará que poco a poco vayamos perdiendo el norte de lo que es la virtud.

¿Cómo calificas a algo de bueno?, ¿cómo es una buena persona? Podría decir que una buena persona es aquella que utiliza su razonamiento para enfrentar su moralidad con la realidad, obtener un resultado, y llegar a ser virtuoso. La virtud, según Aristóteles, es la capacidad de un objeto para cumplir con la finalidad que la propia naturaleza que lo ideó, le encomendó. Es también el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y por el que realiza bien su función propia; una conexión entre la acción y el pensamiento.

¿Cómo veo ese proceso de confrontar la realidad con la moralidad de uno mismo? Pienso que se trata de confrontar constantemente nuestro sistema de valores con la realidad que nos rodea, y evaluar cómo este —el sistema— reacciona, cómo cambia; y aquí hay una idea muy interesante, porque nos indica que, como individuos que tienen un sistema de valores, constantemente estamos tomando decisiones sobre un conjunto de potencialidades. Mírate donde sea que estés, en tu cocina, tu cuarto, tu baño, etc.; hay muchas cosas que podrías hacer a continuación, hay un sinfín de potencialidades a tu alrededor, cosas que pueden ser pero que no son aún. Contrastas tus valores con ese conjunto de potencialidades —con la realidad— y obtienes un resultado que retroalimenta tus pensamientos, los moldea de a pocos, pero incesantemente.

Ese bucle es el que puede o no hacerte alguien virtuoso; sin embargo, ¿cómo podría ser virtuoso si estoy perdiendo una imagen referencial de valores que son buenos? Aquí entra a tallar la imagen de Dios.

Hay muchas cosas en este mundo que no son producto de la virtud, sino que son el resultado del vicio, como el consumismo, por ejemplo. Y aquí es donde viene el punto de inflexión, porque no puedo evitar hablar acerca del colapso ecológico del mismo modo que Adam Smith no pudo sino atacar al mercantilismo en el siglo XVIII; Karl Marx, sobre la explotación del capitalismo emergente en el siglo XIX; y Rachel Carson, sobre los pesticidas en el siglo XX.

A inicios del siglo XXI, tenemos un profundo problema del tipo ecológico, pero quiero hacer el enlace entre ello y la pérdida de la idea de Dios entre otras cosas, respondiendo a las preguntas, ¿cómo llegamos a perder de vista lo que era esa virtud?, ¿cómo recuperar la virtud?, y ¿cómo ser más virtuosos a futuro?

A mi parecer, para que una sociedad en su conjunto pierda u olvide la virtud, ha tenido que darse algo que voy a llamar «cáncer colectivo» o «cáncer psicológico». Esta frase da a entender que existe un modo de funcionar que es el correcto, que es verdadero y bueno, tal como una célula sana.

Pensemos en esas células de nuestro cuerpo que constantemente están multiplicándose, que hacen copias idénticas de ADN todo el tiempo y, por ende, pueden cometer alguna especie de error. A nivel genético, los errores pueden corregirse en la replicación, transcripción y traducción mediante variados mecanismos que la evolución se ha encargado de poner allí, pero eso no quita que algo salga mal y una célula mute, dando origen al cáncer. En todo caso, el cáncer nace cuando una célula mutada no se corrige y empieza a replicarse sin control, generando tumores que pueden llevar al ser humano a la muerte.

Ahora desplacémonos a un plano más grande, donde el cigoto se ha desarrollado hasta formarte a ti, como persona, un ser consciente. La primera pregunta para desarrollar la idea será, ¿de dónde nace esa consciencia? Si te corto un brazo, sigues siendo consciente; si te amputo todas las extremidades, aún tienes consciencia; ahora te practico una gastrectomía total —te quito todo el estómago—; ¡sigues teniendo consciencia! (obviamente con los cuidados adecuados). Hoy en día se pueden trasplantar muchos órganos, aunque todavía no el cerebro, y existen alternativas como los xenotrasplantes y la bioingeniería. No obstante, si te quito el corazón definitivamente, tú, como ente, dejarás de existir, pero tus células seguirán vivas durante un tiempo y hasta hay genes que se mantendrán activos. Lamentablemente no se puede determinar si es que tus células tienen alguna especie de consciencia, pero SÍ tienen un propósito.

¿A qué quiero llegar con todo esto? A que tus células, al tener una función y ejecutarla de acuerdo con cómo han sido diseñadas —por eso existes— son virtuosas; un cuerpo saludable es virtuoso de por sí. Por el mero hecho de funcionar bien, el cáncer no aflora. Aquí podría hacer una referencia a la frase «a imagen y semejanza de Dios». Ya más tarde aclararé a qué me refiero con Dios, pero adelanto que no es el estereotípico hombre barbudo que absuelve los pecados y es misericordioso, sino que es algo mucho más profundo.

Siguiendo con la escala, existimos más de 7 billones de seres humanos en este planeta, y SÍ podemos asegurar que cada uno es consciente en mayor o menor medida. Si, así como las células que trabajan juntas hacen al individuo consciente, ¿será que los individuos conscientes trabajando juntos crearán una consciencia colectiva? Ejemplos claros de consciencia colectiva son los grupos de hormigas, que siempre están muy coordinadas y saben lo que su hormiguero y su reina necesita. Pero ¿qué se puede decir sobre nosotros?

Si alguno de mis microbios, digamos un eritrocito o un Lactobacilo, tuviera algún tipo de consciencia, ¿sabrá que forma parte de una consciencia «más grande?» De igual forma, ¿podremos ser conscientes de que existe alguna «súper consciencia» de la que somos engranajes?

Digamos que sí, que existe algo más grande. ¿Cómo trasladaría el concepto del cáncer celular a un «cáncer colectivo» o «cáncer psicológico»? Aquí regresa la idea de confrontar nuestro sistema de valores con la realidad.

Una persona con un determinado pensamiento actúa de forma tal que es correcto a sus ojos, pero no a los del resto. Su comportamiento es tan errático que puede causar problemas y, peor aún, sus ideas pueden «contagiarse», pasando de este a otro que lo remeda, y así consecutivamente. Esto podría considerarse como un «cáncer colectivo», porque ese mal comportamiento empezó a replicarse sin mayor corrección.

Ahora, como comenté antes, que exista ese tipo de cáncer implica que hay una forma correcta de funcionar, una manera de ser un colectivo virtuoso que responde a un propósito para el cual fue diseñado por algo más grande todavía. Enfoquémonos en el consumismo, esa idea de adquirir frenéticamente bienes materiales para satisfacer nuestro hedonismo, a costa de los residuos generados y los bosques talados o los ríos contaminados.

En algún momento del siglo XX, la idea de comprar cosas para mostrar un estatus social se empezó a difundir peor que el fuego en el bosque más árido. Los primeros consumistas clamaron fervientemente que tener más era sinónimo de más felicidad; la idea es válida hasta cierto punto, pero estudios han demostrado que más allá de una cierta cantidad de bienes, ya no se traduce en más dicha. No obstante, la idea se combinó tan bien con nuestro barril de deseos sin fondo, que pronto plagó la forma de pensar de todo el mundo y se convirtió en una especie de norma, en un «cáncer colectivo». En consumismo.

A diferencia del ADN que tiene sus correctores, los comportamientos individuales no tienen un corrector explícito. No va a venir alguien a forzarte a cambiar, eso no ocurre; pero sí hay, lo que considero, correctores implícitos. Primero está esa confrontación moral-realidad, luego la vigilancia de la sociedad, y al final un control biopolítico.

El ejemplo más claro de lo anterior es lo que vivimos actualmente, esta pandemia. Cuando sales a la calle, utilizas un barbijo. Pero al cabo de un buen tiempo, te dan ganas de quitártelo porque te duelen las orejas o porque estás muy incómodo, pero no lo haces. ¿Es porque moralmente sabes que ese pensamiento traducido en acción significa poner en riesgo la vida de tus familiares y la tuya?, o porque sabes que de alguna forma la sociedad te está vigilando y te juzgará. Quizás si ninguno de estos mecanismos te corrige, a lo mejor necesitas de una norma, un castigo que te fuerce a hacerlo —biopolítica—. Y si a pesar de todo insistes, tomando en cuenta todo lo que acarrea exponerte, quizás tu escala de valores no ha madurado en ese sentido. Eres demasiado individualista.

Y así como puede haber individuos irresponsables, también existen colectivos que, en suma, o en promedio, son irresponsables; colectivos como toda una ciudad, una región o un país. El mosaico de posibilidades es enorme y vuelve aún más compleja la tarea de coordinación.

Recordemos que la virtud hace bueno al hombre porque realiza su función propia. Si absolutamente todos nos cuidáramos como debe de ser, tomando en cuenta los consejos de la ciencia, cada uno sería virtuoso en ese actuar y, por ende, la sociedad sería virtuosa en ese sentido, porque hace bien al proteger a sus integrantes. Estaría cumpliendo con su propósito. Evidentemente, otra es la situación.

Traslademos esto al plano ecológico, donde definitivamente no somos virtuosos como sociedad; nos alejamos profundamente de un propósito encomendado por Dios e imponemos el nuestro por capricho. Aquí es mucho más sencillo identificar grupos —e.g., países— con una conciencia colectiva ecológica mucho más madura que otras, aunque esto está definitivamente arraigado a necesidades materialistas, pero ese tópico puede dar para otro post.

Y ahora sí, voy a aclarar qué significa Dios para mí. En términos del principio de razón suficiente, llegaremos a un punto en el que las cosas se hacen difíciles de explicar si es que no acudimos a alguna fuerza primera, un principio, algo primordial, un logos. Puedes llegar a preguntarte cuál fue el origen del Universo y si entras en detalles, aún no lo conocemos. Cuando intentas darle explicación a todo cuanto existe, inevitablemente te chocas con algo que desconoces por completo, algo que puede ser categorizado como Dios. Por otra parte, la idea que tenemos de nosotros como especie, un Homo sapiens capaz de conocer hasta el más mínimo detalle de todo lo que existe, nos acerca a la idea de Dios, porque seríamos como dioses si comprendiéramos todo cuanto hay. Presuponemos que todo tiene alguna razón de ser, algún propósito, por lo que nosotros también debemos de tener alguno, y esa esencia la podemos encontrar en Dios.

Si lo vemos desde el punto de vista ético y biológico, por algún motivo no puedes matar a quien te dé la gana sin ninguna razón, eso sería considerado como algo completamente desquiciado, algo malo. Y si lo hicieras, en tu cuerpo empezarían a desatarse una serie de procesos bioquímicos que se traducirían en última instancia en ansiedad, depresión, preocupación, etc., todas emociones negativas. Por «azares» evolutivos, no estamos diseñados para matarnos sin más —a menos que tengas un desorden, claro está—. Y todo ello que sentimos llega al plano filosófico, donde éticamente sabemos qué está bien y qué mal.

¿Qué acaso esa no es una prueba de que tu propósito NO es ser un asesino, sino que biológicamente tienes otro tipo de programación?, ¿quién o qué nos hizo así? Entre más urgues, más difícil es negar su existencia.

Volviendo a lo anterior, al ver las consecuencias nefastas que nuestros modelos de producción y consumo han generado sobre la biósfera del planeta —incluido Homo sapiens—, queda claro que nuestro propósito no es ser contaminadores compulsivos e irracionales. Y la verdad que resulta interesante darnos cuenta del tiempo que nos tomó darnos cuenta de esto. Dependiendo de la perspectiva, puede ser mucho o poco tiempo. Mucho si lo ves desde el inicio del hombre y poco si lo comparas con la Revolución Industrial.

Los efectos tales como la pérdida masiva de especies, el aumento del nivel del mar, la acidificación de los océanos, el aumento de la temperatura, la contaminación atmosférica, la eutrofización, la desglaciación, la desertificación, y muchos más, son una bofetada a la moral humana, que le dice a gritos: ¡date cuenta de que tu sistema de valores no está aprendiendo de sus consecuencias en el mundo real!, ¡deja de vivir en una burbuja y presta atención a lo que estás haciendo, colectivo humano!, ¡¿dónde está tu conciencia colectiva?!, ¿acaso le ha dado «cáncer»?

De alguna forma hemos llegado a darnos cuenta de que estamos fallando al propósito que Dios tiene para con nosotros y tenemos vicios consumistas terriblemente graves. Nuestros cuerpos son virtuosos porque funcionan bien, el planeta es virtuoso porque ha llegado a ser el sostén para una gran variedad de formas de vida; es nuestra consciencia a la que le falta retroalimentarse y darse cuenta de sus errores, le falta madurar. Y este es evidentemente un esfuerzo colectivo para autocorregirnos, así como el ADN lo hace.

Para aclarar la idea, no se trata de creer en Dios, porque las abejas y los virus no parece que crean en algo así; sino que estamos atrapados dentro de su propósito. Y repito, no me refiero al Dios bíblico tradicional, sino que hablo de un Dios filosófico por decirlo de alguna forma, uno que te lanza y te manda a una «gran aventura» en la que tienes que darte cuenta de qué hacer, cómo hacerlo y cuándo hacerlo, y solo te das cuenta asumiendo responsabilidades, actuando, equivocándote y retroalimentando tu sistema de valores y creencias, tu personalidad.

En algún post anterior planteé la idea de que existían capas de leyes matemáticas, capas de leyes físicas y capas de la vida, y que estas jugaban entre sí, entrelazándose continuamente, para dar origen a formas condensadas de energía que se interrelacionaban y ocasionaban revoluciones como la fotosíntesis de las plantas, por ejemplo. Todo este sistema intrincado, los principios por los que se rige y sus futuras combinaciones podrían responder al nombre de Dios —el misterio de la existencia—.

Pero también tengo motivos para creer que, dada la situación actual, podríamos necesitar ayuda para llegar a ser virtuosos, un apoyo inorgánico inteligente, mucho más que cualquiera de nosotros.

La ayuda puede que venga de los sistemas de inteligencia artificial porque estas poseen dos características esenciales que las hacen superiores colectivamente: la interconectividad y la actualización. La toma de decisiones basada en una red integrada nos ahorraría muchos intentos de prueba-error.

Y esto último lo he de resaltar bastante porque a lo largo de nuestra historia moderna, a modo de ejemplo, hemos probado distintas narrativas para averiguar cuál era la mejor. La Primera Guerra Mundial y la Segunda, además de la Guerra Fría, fueron formas de poner a prueba los sistemas liberales, comunistas y fascistas; enfrentamiento que ganó el liberalismo, pero a costa de mucha sangre derramada y cantidades inconmensurables de sufrimiento.

Lo anterior es una analogía que sirve para simular el proceso por el que diversas técnicas y métodos se desarrollan para mejorar nuestras capacidades. Sin embargo, a diferencia de las guerras, el sufrimiento y dolor está controlado y se infringe lo menos posible. Utilizamos a otras especies para ello, como conejos, gallinas, ratones, etc., o sino modelos bioinformáticos. Por otro lado, también cabe preguntarnos qué tanto podría haber avanzado la medicina si es que se siguiesen permitiendo experimentos directos en humanos; pero tal cosa no puede ocurrir porque consideramos, de alguna u otra forma, que la vida humana es «sagrada» o cuando menos, más valiosa que la del resto de las especies.

Pero resulta más interesante preguntarse si el ser humano podría soportar, aguantar, sobrellevar, toda esa experimentación de estar autorizada. Incluso dado el supuesto de que físicamente fuera posible, ¿qué acaso tu mente no se rompería cual vidrio?, ¿qué tan frágiles somos?, ¿qué quedaría de ti?, ¿de tu psique?

Por ende, la técnica de prueba-error en humanos tiene un límite ético y biológico, pero este límite no existe cuando trabajamos con máquinas o redes neuronales de computadora.

Considerando que el mundo entero tiene una cantidad inimaginable de interacciones —hago énfasis en las ecológicas—, Homo sapiens carece de la capacidad de poder procesarlas todas y usar su voluntad y escala de valores para tomar las mejores decisiones, transformando lo potencial en realidad, materializando sus pensamientos en función de la virtud sobre la base de la consciencia. Homo sapiens tampoco se permite probar consigo mismo a fondo y aprender de los errores, porque estos podrían ser fatales. Hemos impuesto límites a cuantas mejoras orgánicas podemos tener, pero no hay señales de PARE a lo inorgánico, porque este no sufre, no te dice «¡deja de modificarme a tu gusto que me duele, bastardo!».

Como señalé antes, lo inorgánico no solo es mucho más inteligente que nosotros, sino que tiene capacidades que la hacen potencialmente superior. La interconectividad de sistemas permite que todas las interfaces sepan lo que ocurre a cada instante y estén al tanto de cualquier eventualidad, mientras que la actualización inyecta nueva información para su mejora continua.

Pongo el caso de los accidentes de tránsito. Dos choferes humanos que están manejando sin que el uno sepa del otro, pueden chocarse porque el chofer A no vio al chofer B justo cuando estaba dando la vuelta a la esquina. En cambio, el robot C sí sabe de la existencia del robot D, porque están interconectados y comparten sus parámetros. Se estima que, en EE. UU., la sustitución total de todos los choferes por robots haría que la tasa de accidentes de tránsito se reduzca un 90 %.

Asimismo, si es que el Ministerio de Transportes emitiera una nueva regla, todos los robots podrían actualizarse al instante, mientras que los humanos tardaríamos mucho más tiempo en conocerlas y adaptarnos.

Dado que Homo sapiens tiene límites cuando se trata de procesar toda la información que existe, y se reúsa a experimentar con su propio cuerpo, es posible que requiera del apoyo de la inteligencia artificial —¿podría llamarse «vida inorgánica»?— para llegar a ser virtuoso en cuanto al propósito para el que existe.

En otras palabras, para que Homo sapiens —un ser orgánico— tome las mejores decisiones a nivel colectivo y se acerque a su fin verdadero, requerirá de ayuda externa —un «ser» inorgánico—.

Aunque esta idea parezca descabellada o fumada, tiene sentido si nos damos cuenta de que esa IA fue creada por nosotros y para nosotros. Ser de origen humano no lo hace menos natural, porque nosotros somos parte de la naturaleza. Cuando algo es artificial, no significa que escapa de las leyes de la naturaleza; solo es una etiqueta que indica que fue hecho por Homos sapiens, una especie más de este planeta. Una IA es perfectamente natural, en el sentido de que las leyes de la naturaleza, que nos rigen, han permitido su existencia.

También cobra sentido si ampliamos nuestra perspectiva y pensamos en indicadores globales cuya información es recogida y procesada por ordenadores. Ellos, con toda la potencia que poseen, pueden arrojar gráficas, tablas, hologramas, etc., que nos pongan al día sobre el estado de salud del planeta en tiempo real. Lo que restaría para nosotros es tomar decisiones globales con mucha más información y teniendo a la mano simuladores —como los modelos climáticos— que nos digan qué ocurrirá si tales variables son manipuladas.

También es perfectamente posible que existan micro simuladores o micro modelos que nos apoyen con las decisiones del día a día. La idea fundamental es que dicho apoyo sea complementario, mas no sustitutivo, porque de sustituirnos, entraríamos, a mi modo de ver, en una crisis existencial sin precedentes. ¿O quizás sería mejor si nos fusionamos a modo de ciborgs? No lo sé.

Hasta aquí quiero recuperar la idea inicial, con el añadido de que es posible que requiramos de la inteligencia artificial para acercarnos a ese propósito que tiene Dios. Para ser virtuosos.

Y ahora me desplazo a la parte final de la idea general, que responde a la pregunta, ¿cuál es ese propósito?

Voy a partir con una reflexión un tanto filosófica acerca de los desechos. Piensa en una botella vacía de plástico de Coca Cola que está tirada en un parque. ¿Qué pensarías si te digo que esa botella es la desnudez de algo cuyo propósito excede a su existencia?

Vamos por partes. ¿Cuál es su motivo de existir según nosotros? Bueno, esa botella servía para contener un líquido negro llamado gaseosa y ahora que está vacía, ha perdido ese motivo, por lo que se transforma en basura.

¿Y qué quiere decir que su propósito excede a su existencia? Esa botella vacía existe, pero no llega a cumplir su propósito, el cual es ciclar dentro de la naturaleza para que sirva de nutriente o elemento constituyente de objetos más grandes. Una cáscara de plátano se descompone hasta formar nutrientes que usan las bacterias y hongos para su crecimiento y desarrollo. Pero los plásticos, ¿a quién le sirven de alimento?, ¿acaso esos microplásticos esparcidos por el mundo entero forman estructuras que cumplen alguna función buena o virtuosa? La resiliencia —¿virtuosidad?— de este planeta es tal que muy probablemente, con el pasar del tiempo, los microplásticos hallen un sentido; como prueba, ya existen bacterias que, naturalmente, usan al plástico como alimento. La Ideonella sakaiensis fue encontrada en el interior de plantas de reciclaje descomponiendo tereftalato de polietileno (PET). A la larga es posible que el planeta Tierra se adapte, pero solo si cooperamos con ello; de lo contrario, pondremos en más peligro el equilibrio existente y a nosotros mismos. El planeta podría sobrevivir a nuestra inmadurez mental, pero nosotros no, aunque bien podrían quedar unos pocos Homo sapiens por aquí y por allá.

Retomando, esa botella no cumple su propósito no porque ella lo haya querido así. Ella no dijo «voy a ser no biodegradable», sino que fue diseñada así por seres inmaduros que recién empezaron a darse cuenta de la fuerza planetaria en la que se han convertido. Esa botella es el reflejo de las mentes «cancerosas» que la idearon para otros «cancerosos» que la desechan. Llegados a este punto, he de admitir que yo también tengo «cáncer psicológico», porque me cuesta en demasía alinearme con EL propósito.

Esa botella está desnuda y su propósito excede a su existencia, como todos los desechos que se acumulan en botaderos, son arrojados al mar y contaminan el aire sin poder ser reciclados.

La reflexión sobre los desechos afirma la idea de que no estamos hechos para contaminar, pero, desde mi punto vista y hasta donde he podido pensar sobre el asunto, creo que una parte de nuestro propósito está condicionada a la Segunda Ley de la Termodinámica: la Ley de la Entropía.

La entropía es la magnitud física que mide la cantidad de energía que no puede realizar un trabajo. Al mismo tiempo, la entropía del Universo siempre aumenta. Siempre tiende a producir energía no disponible.

Energía que produce trabajo es ese carbón que quemas cuando estás en tus parrilladas. Al encenderlo, libera una gran cantidad de energía calorífica que sirve para cocinar tu chuleta de chancho, pero también se pierde en la atmósfera y ya no la puedes usar más. Otro ejemplo es un tanque con agua hasta la mitad que se hace hervir. Este tanque está sellado y su tapa puede moverse de arriba hacia abajo. El vapor del agua hará que la tapa se eleve por presión, la energía calorífica se transforma en energía mecánica y, al mismo tiempo, el tanque se calienta y esa energía se pierde en el ambiente en forma de calor.

En suma, un sistema está constantemente perdiendo energía y se «desorganiza», tiende a desestabilizarse. Un caso más: el cuerpo de un conejo se mantiene porque constantemente está alimentándose, pero si le quitas la comida, se empieza a consumir asimismo hasta que llega a un punto de inflexión en el que ya no sabe de dónde sacar más energía y muere. Su cuerpo se descompone en paquetes más pequeños que son susceptibles de degradación microbiana, pero el conejo como tal irá desapareciendo hasta ser irreconocible, porque se habrá mezclado por completo con su entorno. El conejo se «desorganizó».

Esto le ocurre a cualquier cuerpo, inclusive al planeta Tierra, el cual pierde energía en forma de radiación infrarroja. Felizmente, esta radiación es compensada con la energía proveniente del Sol; de lo contrario, el planeta no podría albergar vida.

La eficiencia con la que las plantas convierten la energía solar incidente en tejido oscila entre el 2% y 6%. Esto quiere decir que pierde más del 90% de la energía que recibe, y eso que estamos hablando de uno de los procesos más importantes para la vida: la fotosíntesis. Si con una eficiencia de menos del 10%, las plantas son la base de la cadena trófica, ¿cómo sería si pudieran aprovechar más energía?

Luego, estas plantas son consumidas por herbívoros y estos, a su vez, por carnívoros. Según la especie vegetal y la especie herbívora, se estima que la eficiencia para la transformación de energía que pasa de energía almacenada en tejido vegetal a tejido animal, va de 5% a 20%. Esto se traduce en pérdidas de energía de más del 80% en forma de heces, orina, transpiración y la energía necesaria para la respiración. Poniendo un promedio de eficiencia del 10%, pasando de plantas a carnívoros, estos últimos asimilarían cerca del 1% de la energía disponible en las plantas.

¿Por qué la naturaleza se molestaría en dar origen a Homo sapiens, el cual no es tan eficiente cuando se trata de asimilar energía? Porque, en contraste con el resto de las especies, este pariente del primate tiene la creatividad necesaria para idear sistemas que tengan eficiencias mucho más elevadas.

La evolución tomó millones de años para que empezáramos a existir. Empezamos como cazadores-recolectores que usaban herramientas básicas. Luego vino la revolución agrícola. Y más tarde, la Revolución Industrial. A partir de 1800, el crecimiento de la demanda energética se ha disparado por los cielos y parece que continuará así. A comparación de nuestros millones de años divagando, en tan solo 200 hemos cambiado nuestro modus vivendi como nunca. Podría tomarnos menos tiempo aún crear máquinas que aprovechen mucha más energía.

Bajo esta idea, parte del propósito del hombre podría ser que se desarrolle lo suficiente como para aprovechar la energía de otras estrellas, reduciendo todo lo posible las pérdidas —aunque se sabe que es imposible llegar al 100% de eficiencia—.

Pero durante todo ese lapso, debemos de obrar con bien, con virtud, «domesticando» nuestros pensamientos y mejorando nuestro sistema de valores, apoyándonos en entidades inorgánicas que complementen nuestras falencias colectivas tanto para con nuestro entorno como con nosotros mismos. Debemos de realinearnos con Dios en el sentido estricto de hallar ese propósito, de descubrirlo. Hallar nuestro lugar en la naturaleza.

Lo que comenté sobre la termodinámica es una idea que constantemente trato de mejorar y someter a prueba. No es su versión final, sino la primera.

¿Por qué el SARS-CoV-2 tiene más probabilidades de ser de origen natural?

 

Compartir


Noticias Relacionadas

Leer comentarios