Arequipa

El último viernes antes de mí

22 de abril de 2021
Foto: V de Vendetta por David Lloyd

Por: Adrián Manrique Rojas

Las horas pasaban lentamente, la mascarilla humedecida por el calor de la oficina y su prolongado uso, avasallaban el ímpetu con el que Ricardo había decidido afrontar este viernes, pintado para ser diferente después de muchos viernes pandémicos.

Por la tarde después del trabajo, se encontraría con Luis y Raúl, sus amigos de la universidad, con quienes acudiría a un bar que -camuflado como café- atendía discretamente a unos cuantos clientes ávidos de pasar buenos momentos en compañía de bebidas espirituosas, un lujo que algunos están dispuestos a buscar en medio de nuestra crítica situación sanitaria.

La agotadora jornada en la empresa de zapatos donde laboraba, estaba cerca de finalizar cuando recibió la llamada de Lucía, su conviviente, quien sorpresivamente desaforada comenzó a darle una serie de calificativos. No era novedoso, pues su relación tenía constantes idas y venidas, además la llamada estaba entrecortada, por lo que decidió apagar su celular en aras de disfrutar el encuentro con sus amigos. A la salida, feliz y apresurado, se dirigió al bar camuflado como café, pidió una cerveza artesanal y esperó la llegada de sus incondicionales.

Raúl fue el primero, y luego de darse un efusivo saludo, pidieron una jarra de cerveza. Algunos minutos después Luis se les unió. Una vez completo el trío, las risas, las jarras y los chismes, acompañados de cigarrillos mentolados, cargaron el ambiente campestre, mientras un fondo musical de “Sting” hacía perfecta la tarde.

Al contrario de la mañana, las horas pasaron volando, y cerca de las ocho y treinta de la noche, el dueño del local los invitó a retirarse indicando que debía cerrar. Ya alcoholizados y con suficientes ganas para continuar la juerga, Ricardo y sus amigos decidieron zurrarse las disposiciones gubernamentales y se dirigieron al departamento de Luis, no sin antes aprovisionarse de suficiente alcohol para una buena noche de farra.

Al llegar al departamento invitaron a un par de vecinas del edificio de Luis y bebieron hasta la madrugada, olvidando el virus, como si la pandemia no hubiera existido. Fue una noche memorable, digna de ser recordada como el encuentro post cuarentena que Ricardo siempre había imaginado.

Casi a las tres de la madrugada, visiblemente mareado, se montó en un taxi y enrumbó a su casa. Sigilosamente subió las escaleras y apenas abrió la puerta, un contundente golpe lo envió directo al país de los sueños.

La mañana siguiente, al despertar de su profundo y forzado sueño, abatido por el golpe y la resaca, rebajado por el oprobio, Ricardo contempló una hoguera en la sala que se alimentaba con su biblioteca personal. Todavía un poco inestable, se arrastró buscando evitar que su colección del “Cuarteto de Alejandría” de Lawrence Durrell, que tanto le había costado conseguir, ardiera frente a sus ojos, cogió el estuche y lo soltó rápidamente pues solo el cartón chispeante quedaba de él.

Lucía, desquiciada, lo comenzó a insultar mientras le lanzaba libros a la cabeza, acusándolo de ser un enfermo sexual, pues había encontrado la colección de revistas Playboy que su tío Javier le había regalado cuando era un púber, en su estantería personal. Ricardo intentó contenerla, pero era imposible. Era como intentar apagar fuego con gasolina. Cogió algunos de los libros que más quería para evitar que sean incinerados por la cólera y la incomprensión, y salió disparado de allí.

Triste, adolorido y resaqueado, fue a casa de su madre intentando refugiarse en su cuarto. Ella, perspicazmente, intuyó lo ocurrido con Lucía y lo dejó solo. Ya en su alcoba, Ricardo acomodó sus pocos libros y recorrió con la mirada los empolvados objetos de su habitación, prendió un cigarrillo y recostado sobre su cama recordó cuando su tío Javier le regaló las Playboy, y como había tenido que muchas veces ocultarlas por el temor del qué dirán, mientras era feliz de contemplar los desnudos cuerpos de sus hojas a escondidas, procurándose un placer culposo que nunca lo había dejado ser realmente él.

Miró el techo amarillo y exhaló el humo del cigarrillo, entonces decidió que viviría una vida de pecado y placer, de excentricidades y felicidad, de actos impuros, de deseos reprimidos cumplidos. Además, que dedicaría su vida a mirar y de ser posible poseer a las mujeres tan bellas de su colección de Playboy, pero antes volvería a casa con Lucía, pediría por internet “El Cuarteto de Alejandría” y fingiría cambiar.

Ninguna otra vida le pareció viable, y por lo visto estaba dispuesto a cumplir esta cita con el destino, con su real destino.

La modernidad nos ha fallado
Compartir


Leer comentarios