Columna

Miserable sensible

7 de abril de 2021
Foto: Autorretrato - Moebius

Por: Adrián Manrique Rojas

Alejado de su familia, absorto en un mar de dudas, y sometido por un caudal de inflexiones amorosas, John, el otrora buen amigo, padre ejemplar e hijo predilecto, se había convertido en poco más de un remedo de ser humano, una escoria social que debía ser desecha a modo de evitar su penoso y desagradable ejemplo.

Su vida había transcurrido sin sobresaltos, siempre ceñida a los buenos modales instaurados por el seno de una familia católica. Casado desde hacía veinte años con Gladys, devota ferviente y amante de las buenas costumbres. Padre de dos hijos, Nacho de dieciocho y Sofía de quince, quienes fueron criados bajo los estrictos cánones de sensatez de Gladys, que añoraba criar hijos de bien para la “corrupta sociedad ajena a Dios”.

Quiso el destino, que una tarde al volver del trabajo, John conociera a Jimena, una treintañera soltera con un prominente empleo en una conocida caja de ahorros de la ciudad, quien, asustada por una falla vehicular, vio en John un auténtico caballero, que decididamente y sin pedir nada a cambio arregló con absoluto aplomo la “pequeña” falla en el auto. Agradecida por la ayuda recibida, le invitó a tomar un café, al que siguieron salidas que se hicieron constantes y vertiginosas, además de revitalizantes en la vida casi cuadrada de John.

Así poco a poco se fue formando una relación amical, que se transformaría en amorosa, aprovechando el mal momento matrimonial de John y su mujer, la cual entrada a la “crisis de los 40” convertía la mayoría de los días en desdicha por la mínima causal.

Fueron meses entre la clandestinidad y la ilusión propias de una relación inaceptable en el círculo de John, en los que pudo sentirse a sus cuarenta y siete “veinteañero” nuevamente. Decidió mudarse, equipar un nuevo departamento y se entregó a la realización de actividades que de joven le habían sido esquivas al ser censuradas por su familia, como tomarse aquellas copas de más, ir a discotecas y perderse en noches de farra y diversión con su nueva pareja.

Definitivamente aquellos fueron los meses más felices de su vida, disfrutándola al máximo, sin tapujos y vergüenzas.

Mientras tanto su madre y Gladys, indignadas por la indecencia de John, se dedicaron a mancillar su nombre entre los amigos y familiares, alegando que era una influencia venenosa para sus hijos. Poco a poco comenzó a ser llamado como “el miserable mal ejemplo”.

Algunas lunas más tarde, John asistió a una reunión familiar. Su aspecto notablemente mejorado y su sonrisa radiante y sincera se apagaron al encontrar las miradas juiciosas y turbadas de sus parientes, quienes lo evitaron con desidia tratándolo como un “apestado”.

Al volver a su departamento, encontró una extensa carta en la que Jimena rompía la relación por recibir amenazas por parte de Gladys y su madre en su centro de trabajo luego de un altercado público que le costó una aprehenda y llamada de atención. John desesperado la llamó y la buscó sin obtener respuesta. Simplemente fue como si la tierra se la hubiera tragado. Triste, quejumbroso y dolido, aquella noche compró el mejor whisky que encontró además de un frasco de hipnóticos sin receta médica. Angustiado por ver como su felicidad se escurría entre sus dedos, llamó con insistencia a sus hijos, quienes diestramente amaestrados por su madre no contestaron el teléfono. Perdido decidió acabar con su vida, no sin antes ahogar la pena con alcohol. Ya mareado e idiotizado, intentó tomar el frasco entero de pastillas, pero una fuerte arcada las convirtió en una masa blanca que se desintegraba al entrar en contacto con el licor salido de sus entrañas. Lloroso y pusilánime, recordó los buenos momentos de su vida, el nacimiento de sus hijos, su matrimonio, la tarde que conoció a Jimena, las noches de farra, y silenciosamente dedujo que no quería seguir viviendo: quería dormir y no despertar nunca más. Pero antes debía decirle adiós a Jimena.

Aquella noche, Jimena, afligida por la manera que había cortado la relación, decidió ir a buscarlo. Asustada al no recibir respuesta, entró al departamento y encontró a John en el suelo. Temiendo lo peor, llamó al serenazgo que lo trasladó a una clínica cercana. Diez horas después John despertaba tras la ingesta voluntaria de cuatro pastillas.

Algunos días más tarde, ya recuperado, decidió hacer las paces con su familia, sin abandonar a Jimena, su “ángel”; pero de nuevo el destino, la eventualidad o la desgracia se encargarían de denegar aquella decisión. Alejado de su familia, absorto en un mar de dudas… (continúa en el primer párrafo).

Un año después
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