Columna

Reflexiones pluviales

5 de marzo de 2021
Escena de Arzak por Moebius

Por: Adrián Manrique Rojas

La lluvia cae incesante sobre la ciudad, y mientras las plumillas del auto intentan quitar las gotas que rebeldemente golpean el parabrisas, veo diversos rostros, que, a pesar de estar enmascarados, irradian una desesperación que va deshaciendo la tranquilidad de una típica tarde de verano arequipeño.

La ciudad, decadente, invita a ponerse nostálgico. No es para menos, este tiempo se ha escrito en los anales de la historia como un cuento de terror que no parece tener final. Las horas pasan deprisa, entre la desesperación y el pesar de miles de ciudadanos aquejados por la muerte, el temor y la desolación.

Me detengo en una esquina desconocida, añorando que la tormenta ceda su implacable paso por la ciudad, enciendo un cigarrillo mientras algunas personas lamentan su suerte con las mascarillas humedecidas bajo el mentón. Sus rostros tienen un hosco relieve de trivialidad y desazón, mientras apuran el paso para llegar a un destino desconocido. La desgracia se cierne sobre todos, pero solo escoge a algunos para hacerles sentir lo desagradable de su presencia.

Anónimamente una pareja se abraza e intercambia unas miradas picarescas, segundos después desaparecen tras una puerta de vidrio mimetizada entre un grupo de árboles que ocultan a los ojos leves y perezosos la presencia de un hotel estratégicamente ubicado para los furtivos amantes que lo concurren. A pesar del contexto actual, la búsqueda de la sensualidad y la lujuria no han menguado sus esfuerzos por producir placer al ser humano.

En el parque cercano, un grupo de niños se corretean ante la atenta mirada de sus padres, que, resguardados bajo un paraguas, observan en todas direcciones en busca de peligros. De un momento a otro el más pequeño tropieza con un borde de pasto suelto y cae intempestivamente, rodando por el húmedo césped, su madre desaforada corre a su encuentro, pero él se arrodilla y mientras se retira su pequeña mascarilla del “Hombre Araña” se pierde en un ataque de risas mientras levanta sus manos al cielo disfrutando de la lluvia sobre su rostro, extemporáneamente su madre corta esta escena sublime para arroparlo y traerlo  a su lado mientras coloca nuevamente la diminuta mascarilla sobre su rostro, apagando su contagiosa risa. La candidez de un niño es el mejor ejemplo de la inocencia del hombre, libre de ataduras, inconsciente de su propia existencia hasta que se topa de bruces con la realidad de la subsistencia. El eterno vaivén del ciclo de la vida.

Prosigo la marcha y después de muchos meses de confinamiento, veo algunas calles bastante deterioradas, plagadas de huecos que asemejan un paisaje lunar imaginario. La incesante y desprolija lluvia comienza a remojar paredes, que, inexorablemente comienzan a perder su color. Los árboles, a pesar de la lluvia, se ven descuidados y marchitos, la ciudad gris poseída por una vorágine de sensaciones se las ha cobrado contra muchas de sus zonas, once meses parecen ser once años. El tiempo a todo, destruye a todo.

El viaje se torna interesante, y yo solo pienso por pensar en las cosas que voy viendo, distrayéndome por un momento de las responsabilidades que una vida adulta conlleva. Sin darme cuenta ya estoy cerca de casa, y en el semáforo colindante a un centro comercial veo a una anciana que conozco desde niño pidiendo limosna, y pese a la actitud despreciativa de muchos peatones, se mantiene derecha con la mirada al frente esperando que la ruleta de la vida decida parar en su lugar y por fin degustar los placeres de la fortuna, pero lo que para muchos podría ser riqueza y grandeza, para ella quizá solo sea tener la posibilidad de llevarse un pan  a la boca, así de ambiguo puede llegar a ser el significado de algo en el mundo tan extraño y quimérico en el que vivimos.

Al llegar a mi hogar, sorprendido por los aprendizajes que la vida me ha querido enseñar hoy, me imagino un tiempo sin vicisitudes tan tristes como las que vivimos, y veo que esta tristeza no puede ser, que algo mejor tiene que haber, quizá algo como salir a andar.

La modernidad nos ha fallado
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