Columna

Cuando era joven e inmortal

23 de mayo de 2021

Por: Adrián Manrique Rojas

Ayer, mientras escuchaba la canción “Giros”, reflexionaba que la vida, en palabras de Fito Páez, es “dar media vuelta y ver qué pasa allá afuera, no todo el mundo tiene primaveras”.

Y las primaveras justamente son las que con el paso de los años comienzan a volverse otoños. No, no he perdido la alegría de la juventud, pero descubrí que he dejado mi inmortalidad atrás. Mi rostro ha ido cambiando sus facciones, dándome un aspecto de rigidez que algunos han logrado identificar, -y que canallescamente me lo han comentado- dando de esa manera material para esta columna que quería ser escrita hace mucho tiempo, aprovechando la larga ausencia que la vida misma provoca en estos días.

Cuando cumplí dieciocho, comencé a creerme inocentemente “eterno”. Veía con tanta lejanía la vida adulta, y por el contrario comenzaba a vivir los albores de una juventud salvaje. Hice y deshice los compases de mi existencia, siempre buscando emociones al límite, sin siquiera tener la idea vaga de que cada acción se caracteriza por tener una causa y efecto. Como si buscara mi piedra filosofal, divagué por ambientes oscuros y probé elixires prohibidos, hasta saciar mi curiosidad. Amé a amores de esquina, y seguí idealismos descarados.

Al terminar la universidad, por primera vez sentí que mi inmortalidad, no era tan segura como creía, y tuve miedo. Días después esta sensación había desaparecido, tan misteriosamente como apareció, dejando una estela de temor. Para ese entonces decidí -en respuesta a mi naturaleza obstinada y desbaratada- seguir explorando nuevas experiencias. Logré clarificar nuevos deseos y conocí gente que felizmente me acompañó en aquellos años. Honestamente hice cosas que jamás pensé hacer, y de las cuales no me arrepentiré jamás. Los fines de semana se convirtieron en mis días favoritos, mientras transitaba por los bajos fondos de mi barrio tan mezquino y marginal, observando las almas que salen por la madrugada a entregarse a sus demonios, a los amores de sonrisas y monedas, y a las mentiras piadosas. Quise ser un poeta de la calle, y terminé en la calle de los poetas contemplando la poesía de la misma vida, sin versos ni rimas, pero con historias que acuchillan la memoria y desangran ímpetus.

La segunda vez que sentí que mi inmortalidad se estaba escurriendo entre mis dedos, fue cuando comencé a trabajar. Los horarios de oficina me dopaban. La presión me quitó años de vida, el pago era malo, y justo cuando pensaba echar por la borda mi vida laboral para seguir siendo un bohemio de medio pelo, conocí nuevas personas que me ayudaron a entender que los años pasan, el cuerpo se deteriora, pero la alegría se transforma mientras uno arremeta contra los días con la misma actitud de los primeros años de la juventud.

Fui feliz, y entendí que la vida es un sueño. Que la pasión y la ley de vida son una difícil mezcla.

Hace días después de mi carrera matutina, he descubierto un dolor en las rodillas. Un malestar que me desgasta el caminar, que me vuelve rengo, y por la noche me produce punzadas. Me siento joven y no le presto mayor atención. Me masajeo antes de dormir con la frotación de “suri con lagarto”, ¡la misma que utiliza el tío José Fructuoso a sus ochenta y tantos! y sonrío al verme al espejo, mientras reconozco los rasgos de aquel escuálido muchacho que se empecinaba por estudiar Comunicación Social para ser periodista y poder escribir un libro de sus absurdos romances.

He cambiado, no soy el mismo de antes. He descubierto que no soy inmune, que no merezco la inmortalidad que alguna vez ostenté cuando joven fui. Y aunque produzca contrariedad, me alegro de haberla perdido, pues he entendido que es la mejor manera para seguir disfrutando la vida a pesar de que los años pasen, asumiendo recuerdos, dolores y tristeza, con alegría, tranquilidad e hidalguía,

Después de todo, no soy el primer loco que se dio cuenta que el tiempo es muy poco, y que, para vivir, mejor aceptar que uno no será inmortal por siempre.

Ayer por mí, hoy por ella (I)
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