Columna

Ayer por mí, hoy por ella (I)

8 de mayo de 2021

Por: Adrián Manrique Rojas

El sonido estridente del teléfono alborota mi despertar cotidiano. Aún adormecido, siento el sobresalto generalizado en casa, e intuyo que alguna noticia inusual romperá la monotonía instaurada desde el inicio de la pandemia. Mi madre visiblemente emocionada confirma que empezará los preparativos para la llegada de mi abuela, pues será vacunada contra la COVID-19. Los primeros rayos de sol rompen el amanecer y penetran energéticamente las ventanas de la sala, cargados de esperanza. Al fin podemos ver luz al final del camino.

La mañana transcurre entre algarabía y ansiedad, entre tanto esperamos que la abuela llegue desde la chacra, entretanto alistamos su cuarto para procurarle un ambiente tranquilo en vísperas del trascendental evento.
A media tarde, la abuela llega. Tiene la sonrisa cubierta por la mascarilla, pero evidenciada en su mirada sutil y juguetona. A sus ochenta y seis años es una persona que difícilmente se amilana ante las vicisitudes que la vida nos presenta. Cuando la conocí, era el tronco en el que giraba la vida de nuestra familia. Siempre fuerte, decidida, clara en sus ideas y dispuesta a ir contracorriente si las necesidades así lo ameritaban.

El primer recuerdo de ella se sitúa en una noche de mi niñez, cuando mi madre había salido a una reunión con mi padre, y yo me quedé al cuidado de mis abuelos. En esa oportunidad, sentado en la cama escogí con ella diferentes “galletas de animalitos” que seguidamente fueron agrupadas por sus formas mientras ella me abrazaba con la luz de la lámpara partiéndose en las blancas hojas de la Biblia que leía cada noche antes de dormir. Desde entonces cada vez que veo una “galleta de animalito”, rememoro el calor que me transmitió.

Recuerdo mucho también cuando ella con mi abuelo me dejaron en el colegio en mi primer día de clases de la primaria, pues mis padres estaban trabajando. Aquella vez, ante mi desconcierto al adentrarme en un mundo nuevo, le pedí con lágrimas en los ojos que no me deje, pero ella siempre enérgica en sus decisiones me dijo: “Hijito, límpiate los ojitos y corre con tus nuevos amiguitos a jugar, los hombrecitos no lloran en el colegio”, seguidamente me dio cinco soles y me empujó a los brazos del destino.

Los años pasaron y nos hicimos más grandes, yo crecí, ella se encogió, mis brazos se hicieron más fuertes mientras sus hombros se estrecharon, no obstante, su vivacidad permaneció intacta. Fueron muchas las noches que bajo la tenue luz de la cocina en la chacra nos reímos de la vida y lloramos recordando los buenos momentos mientras nos contábamos cosas que solo ella y yo sabremos.

Al hacerme ya un hombre, mis deberes me privaron indebidamente de visitarla con frecuencia en la chacra, allá donde me convertí en un catador de atardeceres bajo su atenta y cálida mirada.

Podría escribir tantas cosas que hemos pasado juntos, pero esta columna no alcanzaría para albergar tanto cariño y amor.

Llegó esta pandemia y nos separó físicamente; sin embargo, su presencia se mantenía viva al ver las paredes de su cuarto. Su voz sosegaba la tristeza de la lejanía, y reconfortaba el dolor de no poder estrecharla entre mis brazos y decirle: “Celinda, te quiero”.

Debo aceptar que durante estos catorce meses no ha habido semana que no dejara de pensar en su situación de vulnerabilidad y temí por su vida.

Al llegar las primeras dosis de vacunas al país, mi esperanza –como la de muchos- se renovó, sabiendo que pronto nuestros seres queridos tendrían la oportunidad de poderse inmunizar contra este mal causante de dolor, y supe que “la vieja”, sería de las primeras de la familia en recibirla.

Son las tres y media de la mañana, y mi abuela no ha podido dormir. Como aquella noche de mi niñez, su lámpara se ha mantenido prendida, con la Biblia entre sus manos, reconfortándola antes de un momento tan esperado, pero que produce mucha cavilación. Me siento a su lado y procuro darle seguridad, devolverle algo de su calor contándole un poco de como acciona la vacuna en nuestro cuerpo, recalcándole que tenga confianza y deseche ideas que irresponsablemente muchos han implantado en momentos tan turbios como estos.

Le doy un beso en la frente y me despido. El viento en Cerro Colorado tiene fama de ser bravo, pero hoy me reconforta mientras me dirijo a hacer cola para que la abuela reciba su primera dosis de vacuna. Ayer ella me cuidó, hoy solo quiero devolverle un poquito de su amor. (Continuará)

El último viernes antes de mí
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