Columna

Elogio de la elocuencia

1 de abril de 2021

Por: Daniel Salas

Pertenezco a la generación que escuchaba de muy niño los largos y tediosos discursos del general Juan Velasco Alvarado. Era tan niño que pensaba que la presidencia era el último grado al que llegaba un militar. Pero lo escuché y lo vi hablar muchas veces. La ocasión que más recuerdo fue la que dio después del terremoto del 74. 

Posiblemente por ello (algún psicoanalista me podría dar la razón) crecí detestando a los demagogos. Por mi lado materno, sabía (porque no la conocí a cabalidad) que mi familia era bastante modesta y que mi abuelo era empleado bancario. Mi familia era entonces de clase media baja. En aquella Argentina que ahora es un recuerdo, un empleado bancario ganaba lo suficiente para proveer con mucha comida a su hogar y hasta donde entendí mi abuela trabajaba en casa. Un solo sueldo en la urbe era suficiente para tener ocho, nueve hijos. Argentina era un país rico y fue decreciendo desde Perón. 

Pues bien, mi familia, sin ser siquiera de clase media acomodada ni mucho menos aristocrática, detestaba al coronel. Una tía mía me recitaba poemas antiperonistas. Luego descubrí que Perón también recitaba largos discursos que estremecían al pueblo (lo que no ocurría con Velasco, sus discursos eran aburridos y no conmovían a nadie).

Pero a la vez escuché a Haya de la Torre, a Luis Bedoya, a Ernesto Alayza Grundy, a Hugo Blanco. Los cuatro tenían visiones distintas del país. Pero tenían una cualidad común: el don de la palabra. Cuando leí los textos de Mariátegui y Haya (de muy joven, no porque fueran lecturas obligatorias del colegio) me di cuenta de lo bien que escribían y de su afán por exponer su cultura sin ningún complejo. Con un querido amigo dábamos vueltas por distintas manifestaciones para observar las reacciones de las masas y los discursos de los candidatos. Recuerdo muy bien una frase de Alan García en las elecciones del 85. Belaúnde, el presidente que estaba de salida, acababa de quitarle tres ceros al sol y había creado el inti. García dijo “el Perú no quiere una nueva moneda; quiere un nuevo gobierno”. Y la gente respondía con vítores y aplausos. Creo que es la única frase memorable de dicho nefasto demagogo que terminó él mismo destruyendo la moneda peruana. 

No era concebible aspirar a la política careciendo de cultura ni siendo incapaz de estructurar un discurso.  Cuando llegué a Estados Unidos, compré de remate un libro con la intención de mejorar mi inglés y conocer un poco más de la historia de dicho país. Se llamaba “Grandes decisiones de la Corte Suprema”. Era una selección de las más elocuentes decisiones emitidas por dicha corte compuesta por gente erudita. En las antiguas se defendía lo indefendible (el derecho de los estados a separar negros de blancos) o se negaba el derecho de los anarquistas a protestar contra la participación en la Primera Guerra Mundial (de donde fue acuñada una doctrina a la que todavía se recurre para limitar la libertad de expresión: “no se puede gritar ‘incendio’ en un teatro para causar pánico). En las más recientes, los jueces ofrecían argumentos sólidos y muy bien documentados para lo contrario. Una de las sentencias que más me impresionó por la calidad de sus argumentos, que se remitían a conceptos griegos, fue la resolución del famoso caso Roe vs. Wade, que legalizaba el aborto en toda la Unión. La sentencia incluía la opinión minoritaria de un juez, escrita igualmente con elegancia y erudición.

Algunas ediciones de Ulysses incluyen como prólogo la sentencia del juez John M. Woolsey, que se encargó de decidir si dicha novela era obscena y, por tanto, podía prohibirse su importación. La sentencia de Woolsey es de una calidad envidiable. El magistrado no solamente se dio el trabajo de leer completa la novela, sino que también escribió complejos argumentos literarios para explicar su alta validez artística, su complejidad y lo chocante que puede ser para los lectores, pero que, a pesar de ello, no podía ser declarada obscena. La doctrina que legó Woolsey fue tan bien argumentada fue invocada en casos similares.

En una visita a una librería me encontré con un libro de John McWhorter “Doing our own Thing. The degradation of language and music and why we should like care”. El libro era extraño por dos razones: primero, porque el título está escrito en un inglés coloquial y segundo porque había sido escrito por un notable lingüista que, entre otras áreas, se especializaba en el inglés afroamericano. Los lingüistas hacen ciencia y no juzgan. Hacen ciencia y descubren que incluso esas maneras de hablar que los hablantes de una lengua estándar consideran inferiores o de poco valor social, es decir, estigmatizadas, son el resultado de gramáticas sumamente sofisticadas. El inglés estándar, así como el castellano estándar o “culto” son meras invenciones para reforzar el estatus. McWhorter tiene una interesante, imperdible, charla TED, en la que explica por qué no es cierto que los medios digitales como los correos electrónicos o los chats, no degradan el inglés. Para él, lo que en castellano llamamos “chatear” no es escribir sino hablar con dedos y teclados.

Sin embargo, en dicho libro McWhorter argumenta que la oratoria está cada vez menos valorada, que la poesía se lee cada vez menos y que las nuevas generaciones tienen el acceso a la lírica a través de canciones triviales y de nulo valor estético. ¿Y por qué nos debe importar esta degradación del uso del lenguaje? ¿Por qué el dominio de la oralidad sobre la escritura nos debería preocupar? McWhorter sostiene que dicha simplificación degrada a la comunidad política, porque reduce el campo de nuestra capacidad de pensar de manera más sofisticada. En el “blurb” del libro nadie menos que Steven Pinker le da la razón: “los americanos son cada vez menos articulados” sostiene. 

Hay una gran diferencia entre hablar en tu lengua nativa o tu dialecto y no ser capaz de estructurar un discurso. Un discurso claro y conmovedor es la exteriorización de tu capacidad de persuadir, de armar ideas complejas, de imaginar y de ofrecer a los demás una visión.

He escuchado este argumento: “El Perú no necesita habladores o charlatanes, ya los hemos tenido y miren en qué hemos acabado. El Perú necesita gerentes que sepan hacer las cosas”.

Esta afirmación supone un pragmatismo, pero un pragmatismo vacío de ideas. En efecto, un gerente tiene que hacer que las cosas funcionen. Pero un líder debe provocar en sus seguidores la persecución de un sueño, de una visión. La idea de gobernanza como mera administración de las cosas, la pérdida o el desprecio por lo intelectual, nos arranca esa capacidad de soñar y nos deja viviendo en un mundo automático o a la deriva.

Tenerle miedo a la contradicción, a lo polémico, a someter la política al debate o leer papeles en lugar de ofrecer ideas estructuradas y palabras memorables es un síntoma de que la democracia está dejando de funcionar. Es también una muestra de desprecio a los ciudadanos. Quien aspira al mayor cargo público, como es la presidencia de un país, debe saber persuadir y a la vez escuchar. Si es necesario, debe saber estremecer con sus palabras.

La elocuencia no es demagogia. Por el contrario, es un instrumento para derrotar a los demagogos. Un discurso breve y contundente, retórico y persuasivo, puede echarse abajo largos, inhumanos y tediosos discursos que apelan meramente a la emoción pero que nunca logran avivar la esperanza. 

Voy a parafrasear y modernizar a Unamuno combinándolo con las ideas de Habermas. El poder tiene dos armas: la coerción para vencer o la fuerza de los argumentos para persuadir y convencer. Si queremos vivir en democracia y ver cómo nuestra sociedad cura sus heridas y prospera, necesitamos con urgencia lo segundo, no lo primero. La primera opción depende enteramente del miedo.

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